Buscando la
Cara del Señor
San Francisco Javier y Santa Teodora Guérin
nos mueven a compartir el Evangelio con mayor fervor
El 3 de diciembre celebramos la festividad de San Francisco Javier como patrón de nuestra arquidiócesis. Hace un año la Santa Sede nombró a Santa Teodora Guérin como nuestra patrona.
Desde su canonización en octubre de 2006 hemos podido conocer mucho sobre la Madre Teodora. Se me ocurre que no conocemos mucho acerca de Francisco Javier, quien por cierto es el patrono de las misiones extranjeras junto con Santa Teresa de Lisieux.
A principio del 1700 se fundó un emplazamiento militar en Fort Vincennes, un poblado francés a orillas del río Wabash. A mediados de ese siglo los misionarios jesuitas construyeron allí una iglesia. (Los registros de la parroquia datan de 1749). Los jesuitas la colocaron bajo el patronazgo de San Francisco Javier.
Cuando el Obispo Simón Bruté se ordenó como obispo el 28 de octubre de 1834 y se convirtió así en el primer obispo de Vincennes, colocó su primitiva catedral bajo el patronazgo de San Francisco Javier, patrono de los misioneros. De hecho, colocó a la entonces Diócesis de Vincennes bajo el patronazgo de Nuestra Señora “hacia quien ha estado dirigido el espíritu de la Iglesia en todas las épocas y para quien todos los cristianos deben dedicar la más afectuosa de las devociones.”
Por mandato apostólico de fecha 28 de marzo de 1898, el título de la diócesis cambió a “Diócesis de Indianápolis” con sede episcopal en la ciudad de Indianápolis.
Si bien se cambió la residencia oficial del obispo, el patrono de la diócesis en ese momento era y continuó siendo San Francisco Javier. Aparentemente esto derivó del título de la vieja catedral en Vincennes.
¿Qué sabemos sobre San Francisco Javier? La mayor parte de la información que sigue la he tomado prestada de un libro titulado Saint of the Day (Santo del día), editado por el Padre Leonard Foley, O.F.M. y publicado por St. Anthony Messenger Press en 1990.
Francisco Javier nació en Navarra, España, en 1506 y murió en 1552. Se convirtió en un joven maestro de filosofía en París.
A los 24 años Francisco tenía por delante una carrera prometedora y exitosa en el mundo académico y una vida de prestigio y honor delante de sí.
Mientras se encontraba en París se vio enfrentado a estas palabras de Jesús: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16:26).
Inicialmente, Francisco no prestó atención al reto del Evangelio que le había presentado su buen amigo, Ignacio de Loyola. Pero el empeño de su amigo terminó por hacer que Francisco se entregara a Cristo.
Realizó las pruebas espirituales bajo la dirección de San Ignacio e ingresó a la pequeña comunidad que luego se conocería como la Sociedad de Jesús. Juntos, Ignacio y Francisco hicieron votos de pobreza, castidad y servicio apostólico en Montmartre en París, de conformidad con la orientación del Papa Pablo III.
Francisco se ordenó como sacerdote en Venecia en 1537. Continuó a Lisboa y desde allí, zarpó hacia las Indias Orientales. Desembarcó en Goa, en la costa occidental de India. Durante los 10 años siguientes proclamó el Evangelio y evangelizó pueblos tan remotos como los hindúes, los malayos y los japoneses.
Francisco impresionaba profundamente a los pueblos que evangelizaba y quería porque, en los lugares que iba vivía con la gente más pobre, compartiendo sus alimentos y sus primitivas moradas. Aparentemente concentraba primordialmente su atención en el ministerio a los enfermos y los pobres, especialmente los leprosos.
Anduvo por las islas de Malasia y continuó hacia Japón. Francisco debió aprender japonés al menos lo suficiente para predicar en el idioma del pueblo. Él los bautizaba y fundaba misiones para aquellos que lo seguirían. Se dice que soñaba con llegar a China, pero murió antes de arribar a tierra firme.
El Padre Leonard plasma su historia en su colección: “Francisco murió en la isla de Sancian, a cien millas al suroeste de Hong Kong. Al final de su enfermedad tuvieron que sacarlo del barco porque los marineros portugueses temían que su amabilidad para con él, ofendería al capitán. Se vieron forzados a abandonarlo en las arenas de la orilla, expuesto a un gélido viento, pero un comerciante portugués lo condujo a una choza desvencijada. Rezaba continuamente, entre los espasmos de delirio y la terapia incierta de sangrado. Se tornaba cada vez más débil. ‘Yo [Antonio, su amigo] pude ver que se moría y coloqué una vela encendida en su mano. Entonces, con el nombre de Jesús en los labios, entregó su espíritu al Creador y Señor con gran paz y descanso” (Pág. 322).
Al considerar la extraordinaria valentía de San Francisco Javier y de Santa Teodora Guérin, varios siglos después, ciertamente nos sentimos movidos a evangelizar y compartir el Evangelio con mayor fervor y generosidad. Es importante resaltar que nuestros patrones fueron capaces de entregar todo y responder a la gracia de Dios porque conocían Su amor en la oración. †