Buscando la
Cara del Señor
Recen con agradecimiento por los santos en sus vidas
El Día de Todos los Santos ha sido una festividad popular de la Iglesia desde hace más de mil años.
De hecho, los orígenes de la idea de festejar a todos se remontan a comienzos del siglo cuarto, con la conmemoración de todos los mártires que habían muerto por la fe.
La solemnidad, tal como la conocemos, se originó en el siglo octavo. Se ha transformado en una celebración de todas las personas santas, héroes y heroínas, especialmente aquellos que pasan desapercibidos, algunos de los cuales hemos tenido el privilegio de conocer en persona. Ellos nos muestran el camino.
Durante la Misa de ese día se nos invita a vivir las Bienaventuranzas de Jesús, de las que habló en el Sermón de la Montaña.
Sus enseñanzas nos hablan sobre las virtudes que condujeron a grandes hombres y mujeres al Reino y esperamos que guíen también nuestro camino.
Las Bienaventuranzas no muestran un camino fácil al cielo. Hablan mucho acerca de héroes y heroínas olvidados, ya que, si reflexionamos al respecto, las Bienaventuranzas son un decreto de humilde dependencia a Dios.
Honramos a innumerables santos quienes, en palabras del difunto Santo Padre, el Papa Juan Pablo II, dijo que conformaban “un panorama espléndido de hombres y mujeres comunes quienes mediante las actividades cotidianas constituían trabajadores incansables en la viña del Señor. Luego de pasar desapercibidos y quizás ser malentendidos por los grandes y los poderosos, fueron recibidos amorosamente por Dios, nuestro Padre. Fueron obreros humildes pero extraordinarios para el desarrollo del Reino de Dios en la historia” (“Christifideles Laici”).
Lo hermoso de ser santos cristianos se expresa así: No tenemos que ser brillantes, ni ricos, ni guapos, ni hermosos, ni gozar de una salud perfecta para poder experimentar el amor y la misericordia de Dios.
Lo conmovedor de la vida cotidiana puede ser a la vez la paz bendita. Como nada más en el mundo, el amor y la misericordia de Dios les pertenece a todos por igual. El don de la santidad y la felicidad está a disposición de cada uno de nosotros en esta arquidiócesis, si abrimos nuestros corazones para aceptar este don y convertirnos en santos.
Me encantan los prefacios que se ofrecen al celebrar una Misa por hombres y mujeres santos. Al comienzo de la oración eucarística rezamos a Dios: “Te glorificas en tus santos, ya que su gloria es la culminación de tus dones. Nos diste un ejemplo por medio de sus vidas en la Tierra. En nuestra comunión con ellos nos entregaste su amistad. En su oración por la Iglesia nos diste fuerza y protección. La imponderable compañía de estos testigos nos incita a la victoria para compartir el premio de la gloria eterna por medio de Jesucristo nuestro Señor.”
Los santos en el cielo son nuestros amigos. Una multitud innumerable de amigos nos esperan en el cielo.
Tal y como lo expresó Monseñor Ronald Knox en el sermón del Día de Todos los Santos en 1950: “La luz de su ejemplo brilla sobre nosotros y, en ocasiones, hace que sea más fácil vislumbrar qué debemos hacer. Ellos pueden ayudarnos con sus oraciones, oraciones poderosas, oraciones sabias, cuando las nuestras son tan débiles y ciegas. Cuando en una noche de noviembre contemples el firmamento poblado de estrellas, piensa en esos innumerables santos en el cielo que están prestos para ayudarte.”
No conozco otro día más festivo y de mayor júbilo en la Iglesia que sea más oportuno para levantar el ánimo ante el clima gris que se avecina a finales del otoño y comienzos del invierno.
Nada puede alegrar más a un espíritu melancólico que el testimonio de los santos. El tiempo que pasamos reflexionando sobre la vida de nuestra propia santa canonizada local, la Madre Theodore Guérin, quien se enfrentó a las dificultades de la Iglesia pionera en Indiana, nos brinda una sensación de confianza en la providencia divina.
El valor de nuestro primer obispo misionero, Simon Bruté, nos ofrece una firme sensación de esperanza sobre el futuro. Nada en sus cinco años como nuestro obispo podría haber vaticinado el futuro de nuestra Iglesia local, tal y como la conocemos, 175 años más tarde, nada salvo nuestra fe en el amor de Dios y en su misericordia. El Obispo Bruté resulta un ejemplo impactante de que con Dios todo es posible. ¡Y eso va para nosotros también!
Estoy casi seguro de que la mayoría de nosotros puede pensar en personas que hayamos conocido, quizás familiares, que nos mostraron el camino de la fe, el amor y la esperanza en momentos tal vez difíciles u obscuros.
Como dijo Monseñor Knox, nos ayudaron y continúan haciéndolo para facilitarnos el camino
Quiero exhortarlos a que dediquen tiempo, quizás detenerse y pensar, en nuestros seres queridos en una iglesia parroquial vecina, o tal vez en el cementerio, y a rezar agradecidamente por los santos en nuestras vidas.
Entre nuestros familiares y amigos santos, nuestra Santa Madre también nos espera en el cielo.
Démosle las gracias a Dios por nuestros familiares y amigos que han partido antes que nosotros; alabemos a Dios por el don de nuestra fe. †