Buscando la
Cara del Señor
El primer deber de obispos y sacerdotes es ser hombres de oración
Con ocasión del nombramiento del obispo Paul D. Etienne para la Diócesis de Cheyenne, Wyoming, en este Año del Sacerdote, he comenzado una serie de reflexiones sobre el significado del sacerdocio.
El motivo que impulsa a atender el llamado al ministerio sacerdotal en la Iglesia es el amor por Jesucristo. Eso nos lleva a querer servir y no a ser servidos. El amor pastoral de Cristo en nosotros sirve a la Iglesia en un mundo dividido.
La unidad del Cuerpo de Cristo es una de las razones por las cuales los obispos y sacerdotes prometen obediencia, como parte de su servicio de caridad.
Nuestra obediencia contribuye a la preservación del tesoro recibido de Jesús a través de los Apóstoles y sus sucesores, en pro de la unidad de su Cuerpo.
La obediencia a la estructura jerárquica de la Iglesia se fundamenta en la cristología y en la teología sacramental, no en la teoría social y seglar de administración y gobierno.
Es importante recordar que nuestro compromiso de obediencia es una ofrenda a Dios en la persona de Cristo, que se une a su obediencia al Padre. Y se trata de una ofrenda entregada para perpetuar la vida y la fidelidad de la Iglesia católica hacia Cristo.
Los sacerdotes promueven la unidad de nuestra fe y se unen a todos los obispos, incluso al obispo de Roma, en la misión pedagógica oficial de la Iglesia. Es nuestra responsabilidad velar porque el tesoro de nuestra fe se transmita.
Los fieles desean escuchar la Palabra de Dios; tienen derecho a escuchar el Evangelio y las enseñanzas auténticas de la Iglesia.
Durante la ordenación se nos dice: “Medita con júbilo sobre la Palabra de Dios. Cree en lo que lees, enseña lo que crees y practica lo que enseñas.”
Al igual que el difunto Papa Juan Pablo II, estoy convencido de que para poder fomentar la unidad de la caridad y la unidad en la fe en esta arquidiócesis, la primera obligación de obispos y sacerdotes es ser hombres de oración.
Como maestros, nuestro primer deber es rezar las palabras que deseamos predicar y enseñar. Como sacerdotes, nuestra primera obligación es conocer personalmente al Señor a quien adoramos en nuestras oraciones personales.
Como pastores, nuestro primer deber es conocer a nuestros hermanos y hermanas en la oración. ¿De qué otro modo, si no en la oración, recordamos y deseamos seguir recordando buscar el rostro de Jesús en cada persona humana?
El ritual de la ordenación nos exhorta a moldear nuestras vidas de acuerdo al misterio de la Cruz del Señor. No es posible alcanzar esta meta y albergar ese anhelo, más que a través de la oración devota. No podemos dar testimonio sobre el misterio pascual si no conocemos al Señor de Misterio en la oración.
En la vida no se tienen muchas certezas, pero nuestra fe nos garantiza lo siguiente: si somos fieles en la oración todos los días, todo saldrá bien y perseveraremos en la fe con paz y alegría.
Los sacerdotes están llamados a vivir la vida sencilla del Evangelio, de una forma que sea reflejo de Jesús, a quien servimos.
A fin de cuentas, lo que la Iglesia necesita de los obispos y sacerdotes, por encima de cualquier otra cosa, es la integridad y la santidad, especialmente en nuestra época.
La Iglesia nos exige que seamos líderes categóricos, sensatos, santos y morales, que verdaderamente seamos lo que proclamamos. Ese es el fundamento de la máxima expresión del servicio, el testimonio más elevado de la unidad en la fe.
Al igual que Jesús y junto con él, porque lo amamos profundamente, los consagrados al ministerio del sacerdocio viven solos para que otros no tengan que hacerlo. Ofrecemos un amor casto y célibe para el pueblo.
En efecto, debemos ser firmes, cuidadosos y valientes para preservar la voluntad y practicar la pureza en un mundo que se burla de ella.
Todos los cristianos deben cultivar la disciplina de la castidad y la modestia que son las túnicas del amor verdadero, y en especial, hacerlo en un mundo que abusa de las personas como objetos de placer sexual y en un entorno social que actúa con desconfianza ante el valor del verdadero amor y de la moral, o incluso frente a dicha posibilidad. En la oración recordamos siempre que sólo basta la gracia de Dios.
Cuando partí de Memphis para venir a Indianápolis en 1992, uno de los sacerdotes me escribió: “Arzobispo, cuando llegó a Memphis y expresó que su primera obligación era ser un hombre de oración, me sentí decepcionado pues pensaba que necesitábamos un obispo activo. Ahora sé, y así lo corrobora su trayectoria, que si somos fieles en la oración, ¡las actividades abundan!”
La insistencia del Papa Benedicto XVI de que la misión de la caridad es inseparable de la celebración devota de los sacramentos, de la proclamación de la Palabra de Dios y de las enseñanzas de Jesús, es eco de esta verdad. †