Buscando la
Cara del Señor
La Iglesia es promesa de nuestro hogar celestial
En los últimos años ha sucedido algo muy extraño: ¡los cristianos han perdido contacto con el cielo! Casi nunca se oye hablar sobre el deseo de alcanzar el cielo, nuestro ‘hogar celestial’. Pareciera que los cristianos hubiesen perdido la dirección, que durante siglos definió el rumbo de su travesía.
“Hemos olvidado que somos peregrinos y la meta de nuestra peregrinación es el cielo. Vinculada a ésta, hay otra pérdida: en general, no nos damos cuenta de que estamos en una senda de peregrinación peligrosa y que es posible perder de vista la meta, no alcanzar la meta de nuestra vida. Para hacerlo más claro: no ansiamos el cielo; damos por sentado que llegaremos allí. Puede que el diagnóstico sea exagerado, desmesurado. El problema radica en que, me temo que es esencialmente cierto.”
Estas fueron palabras pronunciadas por el cardenal Christoph Schöenborn de Viena en una conferencia de retiro ante el Papa Juan Pablo II y su curia durante su retiro anual (Amor por la Iglesia, San Francisco, Ignatius Press, p. 177) Este tema me impactó al leer la publicación de las conferencias de retiro del cardenal, mientras me encontraba en el retiro anual con los obispos de Indiana, Illinois y Wisconsin, hace un par de semanas.
El cardenal habla de la imagen de nuestra Iglesia como el “hogar” en nuestro camino hacia el reino de los cielos. ¿Acaso hemos olvidado que la vida, tal y como la conocemos en la Tierra, no es nuestro destino final? En este sentido, la Iglesia es un obsequio, por ser “nuestro hogar, camino al hogar”. Sería bueno que pusiéramos a funcionar nuestra imaginación, pensando en nuestro deseo y nuestra necesidad de estar con Cristo, de vivir con él y de estar en casa con él.
En su conferencia de retiro, el cardenal evoca la imagen de aquellas personas que han perdido sus hogares o sus patrias. Para ellos la palabra “hogar” es una palabra llena de melancolía. La palabra “hogar” encierra una fuerte connotación emocional, casi devota. “El ‘hogar’ no es simplemente un cierto lugar, no es solamente su idioma, sus hitos familiares. Es, por encima de todo, la gente que lo habita. Cuando aquellas personas que conocemos (amigos, vecinos, conocidos), ya no se encuentran allí, el ‘hogar’ ha muerto, aunque el terreno permanezca en el mismo lugar” (Ibid, p. 178). Las personas mayores sienten este significado.
La Iglesia es la promesa del hogar. Aquellos que han hallado a la Iglesia, han hallado su camino a casa. San Pablo habla sobre este asunto: “Nosotros somos ciudadanos del cielo (Flp 3: 20). Nuestro hogar está en el cielo, porque es allí donde encontramos a nuestra verdadera familia. Él le dijo a los efesios: “Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2: 19).
El cardenal Schöenborn señaló: “la promesa del cielo, de la comunión total con Cristo ‘y todos los ángeles y santos’ es el motor, la fuerza que impulsa el compromiso cristiano en este mundo” (Ibid). Le preocupa la concepción alarmantemente pragmática y llana de la Iglesia, tan ampliamente difundida. Se le percibe más como una obra humana y cada vez menos como un lugar de gracia. A lo cual agregaré que la vida misma se ha vuelto tan rígida y dedicada a las ajetreadas actividades cotidianas, que ya no se piensa, o se dedica tiempo para pensar, sobre el objetivo de esta vida.
¿Acaso olvidamos que somos peregrinos con rumbo a un destino más allá de esta vida mundana? ¿Estamos olvidando que necesitamos de la gracia de Dios para llegar al cielo, que no podemos llegar allí por cuenta propia? ¿Hemos perdido de vista nuestra necesidad de la Iglesia y los sacramentos de nuestra Iglesia, como la forma de recibir la gracia para realizar dicha peregrinación?
Algunas personas dirían: “Dios, sí. ¡La Iglesia, no!” El problema con este sentir es el hecho de que ignora el camino a casa que el propio Jesús nos dejó. Él nos entregó la Iglesia como el camino a casa. Él nos entregó los siete sacramentos de la Iglesia como el camino a casa. La Iglesia y los sacramentos no son nuestra invención arbitraria.
Muchas personas han perdido de vista, no sólo el cielo, sino también el significado y el valor del sendero para llegar hasta él. Por supuesto, es una cuestión de fe. Y nuestra cultura acepta sólo lo que puede ver. La gracia, ciertamente, no es visible. Pero los sacramentos sí. La divinidad de Cristo no era evidente cuando anduvo por la Tierra y lanzó este sendero de vuelta a casa. Pero su calidad humana sí.
Debemos rezar por el obsequio de la fe y nuestros corazones deben estar abiertos a aceptarla, para así poder satisfacer nuestras más profundas añoranzas del hogar. †