Cristo, la piedra angular
El Día de la Independencia y un renovado llamado al civismo
Mientras nos disponemos a celebrar el Día de la Independencia, me gustaría renovar el llamado al civismo que planteé por primera vez en noviembre de 2020. La violencia y el malestar social que hemos presenciado durante el pasado año subrayan lo que el papa Francisco escribió en “Fratelli Tutti: Sobre la fraternidad y la amistad social,” en cuanto a nuestra interconexión como familia humana y la necesidad de esperanza como el núcleo de nuestra facultad para atraer a los creyentes y transformar la sociedad.
La capacidad de cualquier comunidad para sobrevivir, incluso prosperar, en medio de la adversidad, es la medida del civismo. Esto es especialmente cierto en tiempos de caos, división y transición de la autoridad. Por desgracia, hoy en día el mal uso de las redes sociales incluye la proliferación de las humillaciones, el abuso y la búsqueda de chivos expiatorios.
Lejos de desarrollar la capacidad de convenir en las desavenencias, las personas de opiniones diferentes se demonizan rápidamente unas a otras. Cuando existe un margen escueto para lograr el compromiso, las posibilidades de lograr un diálogo auténtico son exiguas. Si todo se percibe “en blanco y negro,” la única forma de interpretar al otro es que “está a mi favor” o “en mi contra.” Tales son los efectos de polarización extrema.
La falta de civismo es lo que hemos experimentado en nuestro país recientemente con la pandemia, los disturbios sociales y el proceso electoral. La libertad de protestar, marchar, defender, levantar carteles y hacer oír la voz es un derecho que todos compartimos; sin embargo, esa libertad no otorga a ninguno de nosotros el derecho a la violencia, los disturbios, el saqueo, el abuso, la calumnia o la difamación. Por supuesto, en ausencia de civismo la línea entre lo que es aceptable e inaceptable se vuelve difusa.
Aunque todos tienen derecho a opinar, pareciera que algunos no están conscientes de que no es necesario pronunciar todas las opiniones. Otros parecen incapaces de distinguir entre las opiniones basadas en el conocimiento y la experiencia, de las basadas en la mera emoción o especulación. Si bien es cierto que se debe respetar la conciencia y la intuición, estas no deben confundirse con el orgullo y la vanidad.
En el seno de cualquier diálogo debe existir la capacidad para escuchar y aprender unos de otros. Esto puede resultar difícil, por supuesto, especialmente cuando hay necesidad de cambio. A nadie le gusta causar daños y dolor, ni tampoco ser víctima de estos. Sin embargo, las exigencias de la justicia implican el reconocimiento de los actos ilícitos en beneficio tanto de los autores como de las víctimas.
Si queremos preservar el diálogo auténtico, debemos evitar especialmente estos tres elementos: los insultos, las amenazas y alzar la voz con hostilidad. Cualquiera de ellas puede fácilmente socavar la confianza y la apertura necesarias para mantener las relaciones mutuas.
Toda convicción auténtica de un verdadero cristiano está arraigada en la persona de Jesucristo. Dicha convicción no garantiza que siempre se tenga la razón, pero proporciona el camino para buscar lo que es correcto, justo y verdadero. Al permanecer centrados en Cristo, somos capaces de responder en vez de reaccionar a un desafío, desacuerdo o una amenaza percibida. En lugar de buscar ganar frente a otros, deberíamos buscar lo que es mejor para la humanidad en su conjunto.
Tal como el papa Francisco nos lo enseña, la capacidad de acompañar, dialogar y encontrarse es esencial para la preservación del civismo. Aparte del civismo, los seres humanos son propensos a tener comportamientos como los chismes y la intimidación, que resultan perjudiciales para las relaciones sanas y el bienestar personal.
El acompañamiento, el diálogo y el encuentro nos permiten relacionarnos de formas que honren y respeten la dignidad humana en lugar de hablar y actuar de manera destructiva. Contrario a lo que muchos creen, las palabras pueden ser tan destructivas y divisorias como las acciones o los objetos. ¿Qué otro título podríamos darle al bochorno, a la ridiculización y a convertir a alguien en chivo expiatorio, si no la transformación de las palabras o las conductas en armas?
Estar centrados en Cristo es trazar una línea en la arena y negarse a perpetuar la hostilidad de la inhumanidad del hombre contra sí mismo. La cruz se erige como un símbolo paradójico del civismo cristiano. En la cruz y a través de ella, Jesucristo tomó sobre sí el peso de los pecados del mundo. Como lo demostró Jesús, esto implica tener el valor de bajar la guardia de la defensividad, la voluntad de ser vulnerable y la búsqueda de la reconciliación en lugar de la venganza.
El civismo no es la ausencia de diferencias y desacuerdos, aunque implica el rechazo a permitir que la polarización divida y destruya el alma misma de la humanidad. En lugar de alejarnos, el civismo exige que nos unamos; en vez de sucumbir a la desesperación, debemos atrevernos a confiar en el Espíritu Santo. Esto requiere de nosotros la capacidad de buscar el perdón, la comprensión y la justicia templada con la dulzura de la misericordia.
Este fin de semana, mientras celebramos la libertad de nuestro país, elevémonos por encima de nuestras diferencias y desacuerdos para restaurar la esperanza de un nuevo mañana y alcanzar nuevos horizontes para nuestra humanidad como individuos y comunidades.
Con Jesucristo como nuestra piedra angular, todo es posible. †